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jueves, 27 de diciembre de 2012

Vygotskiy


Conducta Ética
Naturaleza de la Ética desde el Punto de Vista Psicológico

Traducción: Efraín Aguilar

El problema de la educación moral está entre aquellas cuestiones que ahora cursan por un proceso de revaloración en psicología y en la cultura en su faceta más decisiva y más completa. La relación milenaria entre moral y religión ahora se ha roto y, bajo la fuerza del análisis, la moral está comenzando a adquirir un carácter creciente. Ahora es posible establecer más allá de toda duda razonable el carácter vivencial de la moral y su dependencia de las condiciones históricas y sociales, y su carácter de clase.

Cada nacionalidad y toda época, y también cada clase, poseen su propia moral, que siempre es producto de la psicología social. Existe la moral del hotentote que, dicen, responde cuando se le pregunta lo siguiente, “¿Qué consideras es lo bueno y qué lo malo?” dice, “Bueno es cuando robo una esposa; malo es cuando me la roban”.

Conceptos e ideas de la moral varían dependiendo del medio social y lo que se considera malo en un tiempo y lugar, en cualquier otro ha de ser considerado la más grande de todas las virtudes. Y si existe alguna característica común a todas esas manifestaciones diferentes de conciencia moral que puedan ser identificadas, ésta es solo porque ciertos elementos comunes compartidos por cada sociedad humana fueron alguna vez parte del orden social.

Así, desde el punto de vista de la psicología social, la ética debe ser vista como cierta forma de conducta social que fue establecida y evolucionó en el interés de la clase gobernante, y es diferente para clases diferentes. Por esto es que siempre ha existido una moral del gobernante y una de los esclavos, y es por esto que las épocas caracterizadas por crisis han representado las más grandes crisis de la moral.

Se dice que en las escuelas de la antigua Esparta los niños eran forzados a esperar en una mesa común mientras los adultos comían. Un niño debía robar algo de la mesa y solo podía ser castigado si no lo hacía o si era cachado. Tal ideal era enteramente condicionada por el orden comunista de la cerrada sociedad aristocrática de Esparta, donde la propiedad no constituía el estándar de la moral, donde robar, por lo tanto, no era considerado un pecado, pero donde la fuerza, la astucia, la experiencia y la serenidad constituían el ideal de todo ciudadano de Esparta, y donde el mayor pecado era la inhabilidad a engañar a alguien más y controlar las propias emociones.

Como en cada escuela del pensamiento, la educación moral coincide aquí enteramente con la moral de clase que guía la escuela. En Francia, donde clases especiales de ética han sido introducidas y donde hay libros de moral en uso, el ideal educativo consiste en aquellas virtudes burguesas que permean la mente y el alma de la clase media francesa. En un libro francés de moral, por ejemplo, difícilmente hay cualquier “estándar ético” de acuerdo con M. M. Rubinshtéin, y en su lugar es exaltada la frugalidad y el banco de libros convertido en criterio de moral.

Tales ideales de clase son inherentes a todos los otros sistemas de educación. Este fue también el caso de las escuelas secundarias pre revolucionarias que fueron construidas sobre bases autoritarias, donde la obediencia fue considerada el ideal para el estudiante y los objetivos generales de la educación moral fueron educar a un sujeto leal o a un oficial de trabajo pesado.

Ahora que el mundo ha experimentado la amenaza purificadora de la revolución social, las verdaderas bases de la moral burguesa están temblando y es muy posible que en ningún otro reino hallemos tales desproporcionadas y delicadas ideas como en el dominio de los estándares éticos. Todas esas reglas de la moral burguesa, que fueron totalmente cargadas con hipocresía y mendacidad, han perdido su significado. La moral burguesa fue obligada a ser hipócrita porque decía una cosa y hacía otra, porque fue construida junto a intereses de clase y, predicando el reino de Dios después de la muerte, implantó un reino de esclavistas en el mundo. Mentira e hipocresía fueron el origen natural de tal forma de moral y la mojigatería fue su acompañante inevitable. El niño veía una cosa en el mundo y se le decía otra más al mismo tiempo, y todo el esfuerzo de la escuela estaba orientado a reconciliar esta divergencia entre la vida real y la moral en el niño tan empeñosamente como fuera posible.

El niño o estaba incapacitado para reconciliar las dos o, si se le decía cómo hacerlo, podría acostumbrarse a ver la moral como un tipo de honor social que todo mundo debía observar, aunque esto siempre causó gran esfuerzo; en efecto, sólo a través de tal esfuerzo se podía asumir este punto de vista. La conciencia moral del niño podía ser reducida a las convicciones de la camarera de Griboiédov, esto es, que “No hay nada malo en el pecado, nada más no hay que correr los rumores”.

El miedo a la retribución moral suplió a la sanción compulsiva a la moral sumado a la opinión pública y, en su conducta moral, el hombre fue guiado con facilidad psicológicamente por las mismísimas reglas custodiales –esto no deberías hacerlo, pero lo puedes hacer– y usualmente se guió a sí mismo en toda su conducta precisamente por esta vía. Un filósofo ruso estaba en lo correcto, en este sentido, al referirse a estos conceptos morales como asimiladores de un tipo de “policía moral”, pues la fuerza de los preceptos morales estaba enraizada en el poder compulsivo y humillante del miedo al castigo moral y a las penas de la conciencia. Había una especial moralidad de lo fuerte y lo débil, y así con respecto a las leyes externas como con respecto a las leyes de la conciencia, el débil podría someterse a ellas y el fuerte podría rebelarse contra esas leyes y romperlas. En su revuelta contra la moral burguesa la filosofía europea proclamó la inmoralidad de sus propias leyes básicas y, hablando en boca de Nietsche, se declaró a sí misma estar más allá del bien y del mal.

Shiestov dice que la relación del hombre con el imperativo categórico es justo como la actitud del campesino ruso hacia ese bosque de árboles altos que Pedro el Grande había olvidado cortar. En ambos casos, existe la atracción de un acto enteramente arbitrario, aunque el individuo todavía confronta el miedo de la retribución y el castigo, en un caso externo y en el otro interno. El mandamiento moral, “no matar”, siempre ha sido entendido en su justo sentido; es decir, “no matar, no porque ese es el camino equivocado a tomar, sino porque te matarás a ti mismo debido al remordimiento de conciencia”. Esta, la contradicción interna de la moralidad burguesa, fue expuesta por Dostoyevskiy en Crimen y Castigo. En la rebelión de Nietzsche todo el trabajo crítico negativo de su pensamiento, en su ataque a la moralidad burguesa, tenía la fuerza de una barra de dinamita, explotando las verdaderas bases de la moral cristiana desde adentro.

Una moral nueva será creada una vez que una sociedad nueva humana haya sido creada, pero en ese punto es probable que la conducta moral haya sido por completo disuelta en formas generales de conducta. En general toda la conducta será moral, porque no habrá bases para cualquier conflicto entre la conducta de una persona y la conducta de la sociedad en general.

Aquí solo es posible tomar nota de varios puntos que los pedagogos de la conducta moral deben afrontar.

Primero, notar la negación de las raíces absolutas y supra-empíricas de la moral, o de cualquier moralidad innata de los sentimientos. Desde el punto de vista psicológico la conducta moral, como cualquier otra cosa, surge de las bases de las reacciones innatas e instintivas, y evoluciona bajo la influencia de los efectos metódicos del medio ambiente. Sin duda, las bases de los sentimientos morales deben ser buscadas en el sentido instintivo de la simpatía por otra persona, en instintos sociales y en muchas otras cosas parecidas. A medida que se ponen en contacto con cualquier dato, concepto y fenómeno imaginables en el proceso de crecimiento, estas reacciones innatas se convierten en esas formas condicionadas de conducta a que nos referimos colectivamente como conducta moral.

De aquí la conclusión general que la conducta moral es una forma de conducta susceptible a la educación a través del medio ambiente social, exactamente de la misma forma como cualquier otra cosa.

También podríamos tener en mente la incertidumbre que ahora llena a la moral. Por un lado, se necesita un arrojo revolucionario, no una visión mojigata de las cosas, con objeto de discernir qué está sucediendo, cuál es su genuino significado y saber cómo rechazar todos esos prejuicios que hasta hace poco todos creían ser dogmas morales inamovibles. Todo lo que es un legado de la moralidad burguesa, como legado corrupto de una vida previa, todo esto debe ser limpiado de nuestras escuelas. Por otro lado, sin embargo, hay cierto riesgo relacionado con esta inestabilidad de la moralidad de nuestros días, el riesgo de que toda restricción moral sea eliminada y la conducta de los niños se vuelva enteramente arbitraria.

Tener en cuenta que tal amoralidad total, la completa ausencia de todo principio restrictivo, nos regresará a los ideales naturales donde nuestros instintos naturales son perseguidos, ideales que hemos dejado muy lejos y con los que el hombre moderno de ningún modo puede estar de acuerdo. No podemos estar de acuerdo con el acoso ciego de las demandas de nuestros instintos, porque sabemos de antemano que esas demandas fueron producidas por épocas anteriores y son restos de la experiencia lejana de adaptación a condiciones ambientales desaparecidas y, en consecuencia, nos hacen retroceder más que llevarnos hacia adelante. Más aún, el hecho que los instintos deben ser restringidos inevitablemente a, y adaptados a nuevas condiciones en el mundo, constituye la condición esencial de la educación.

En consecuencia, dentro del caos incierto que presenta el estado actual de la moral hay un número de estándares morales que han sido la base de la conducta social del hombre y que, sin embargo, tienen que ser reconocidas. No es responsabilidad de la psicología educativa llegar a definiciones exactas de la forma y contenido de esos estándares morales. Esto es algo para la ética social, mientras que el asunto de la psicología es simplemente hallar si es concebible poner esto en práctica en el mundo real.

Tener en mente que todas esas épocas revolucionarias, cuando el viejo orden se rompe y queda aparte, a menudo representan una combinación improbable de las más diversas culturas morales que para el niño puede a veces resultar totalmente imposible de hallar cualquier sentido a esta confusión. La crisis moral, por tanto, queda en espera del niño a cada paso y, en consecuencia, el maestro y el educador no pueden ignorar las cuestiones de la educación moral. Ninguna otra época crea tales oportunidades magníficas para el heroísmo moral y en ninguna otra época hay tal riesgo de degradación moral.

Acostumbrarse al espíritu de la época, a esas grandes corrientes que permean el mundo, es el único criterio aquí. La pura percepción estética y pasiva del llamado a la revolución, al que Blok apasionadamente convocó a la inteligencia rusa, al escribir que “Con todo tu cuerpo, con todo tu corazón, con toda tu conciencia, atiende al llamado de la revolución” –esto no puede servir como base de la educación moral, puesto que atender al llamado a la revolución en otro tiempo no llevará a la participación activa en la revolución, y si la convocatoria de los poetas se aplica a nuestras acciones, tiene que resonar de tal modo que su significado exprese la demanda no sólo para escucharla, sino con ella crear la música de la revolución.

La tercera característica básica de la educación moral en nuestra época se funda en aquel aspecto de la verdad que distingue la mirada ética que está siendo creada justo delante de nuestros ojos. La verdad y la capacidad invencible de encarar la realidad frente a los ojos en las más difíciles y confusas circunstancias de la vida, es la primera demanda de la moralidad revolucionaria. Nunca antes la educación moral había alcanzado tal verdad inexorable y absoluta como ahora, cuando absolutamente cada “valor” moral no descubierto ha sido puesto en el mapa y revelado en su forma verdadera.

En este como en todos los demás dominios, una época revolucionaria es apenas capaz de sugerir sistemas consumados de moral, cualesquiera que las épocas previas hayan presumido. Aunque por otro lado, podemos imponer a nuestra educación moral varias demandas individuales que van más allá de las demandas impuestas por épocas precedentes. Podemos requerir que la educación soviética entrene luchadores y revolucionarios en el dominio de la moral, como en todos los demás dominios. No debemos exponernos al ideal abstracto de crear una personalidad entera, pues tal personalidad no existe y tal educación podría negar los objetivos contemporáneos y voltear hacia un juego de gimnasia verbal. Nosotros confrontamos los objetivos concretos de entrenar a los adultos de la siguiente época, a los adultos de la siguiente generación, de total acuerdo con el papel histórico que será su legado. De aquí el extraordinario grado de especificidad e integridad que ha devenido el fundamento de la educación moral de nuestra época.

Principios de Educación Moral

La primera pregunta que se presenta es decidir sobre la relación entre educación moral y educación general de la personalidad. En esta área, Tolstoy se inclinaba por la negación de toda cultura y halló que dondequiera florecieran las formas superiores de la cultura, también ahí florecían las formas superiores de la inmoralidad. Por lo tanto sus conclusiones estaban en el espíritu de Rousseau, que el ideal de la moral se apoya no en el futuro, sino en el pasado; esto es que consiste en la negación de la civilización y en el retorno a la naturaleza.

Que tal punto de vista está en radical contradicción con la ideología revolucionaria de la consciencia de clase, una ideología por virtud de la cual la especie humana llegará a creer, después de un largo trayecto, en el vigor y el dominio del hombre armado de cultura sobre la naturaleza; esto es algo que nadie negará. Sin embargo, hay en la crítica de Tolstoy a la cultura un aspecto muy saludable y esta crítica puede ser adoptada, aunque con algunas correcciones, si tenemos en cuenta que no hay un tema de cultura en general, sino una cultura capitalista en particular. No hay duda que las contradicciones morales alcanzan su zenith en los estadios superiores de la cultura humana, y que una villa tribal representa un clima moral más saludable que una ciudad europea. Pero de esto uno solo puede concluir que la cultura europea ha sobrevivido a sí misma, no que la cultura en general es antagónica a la moral. Por el contrario, desde los tiempos de Sócrates la visión opuesta ha sido colocada por delante, una que identifica la conducta con la consciencia moral.

“Moral”, dice Sócrates, “es conocimiento, e inmoralidad es el fruto de la ignorancia”. Aquí hay un verdadero problema psicológico que está en busca de análisis. De acuerdo con William James “El gastado ejemplo de deliberación moral es el caso de un borracho habitual bajo tentación. Él ha tomado la determinación de reformarse, pero de nuevo es solicitado por la botella. Su triunfo o falla moral consiste literalmente en hallar el nombre para el caso. Si él dice que es el caso de no enfermar por servirse un buen licor, o de no ser grosero y poco sociable con los amigos, o el caso de aprender al menos algo de una marca de whisky nunca antes vista, o de celebrar una fiesta pública, o el caso de estimularse a sí mismo para una determinación más enérgica en favor de la abstinencia como nunca antes lo había hecho, entonces él está perdido; su elección del nombre erróneo decide su muerte. Pero si, a pesar de todos los buenos nombres posibles con que su fantasía sedienta le proveyó copiosamente, se aferra de modo inquebrantable a cierto nombre malo y percibe el caso como el de ‘ser un borracho, ser un borracho, ser un borracho’, sus pies están sobre el camino de la salvación; se salva a sí mismo por pensar correctamente".[1] Así, es como si hubiera una completa identidad establecida entre conducta moral y consciencia moral. Nuestro esfuerzo moral, llamado así con propiedad, termina en nuestra rápida sujeción de la idea apropiada. Entonces, si te preguntan, ¿en qué consiste un acto moral cuando se le reduce a su más simple y elemental forma? Sólo puedes dar una respuesta. Puedes decir que consiste en el esfuerzo de la atención mediante el cual nos aferramos rápido a una idea, pero que por ese esfuerzo de atención podría ser expulsada de la mente por otras tendencias psicológicas que ahí están. Pensar, en corto, es el secreto de la voluntad, así como es el secreto de la memoria” [2].

Para hallar la salida a esta torpe situación, deberíamos agregar que hay hechos que al mismo tiempo apuntan a la relación contraria entre consciencia y conducta moral. El lector con seguridad sabe que una cosa es saber cómo actuar y otra muy diferente es actuar correctamente. Uno puede entender my bien que el alcohol es peligroso y sin embargo no tener la fuerza de voluntad para dejar de ser un alcohólico. Obvio, es aquí esencial tener en mente que la consciencia, por supuesto, juega un papel importante pero no el decisivo, y que solo es uno de los varios componentes que, a menudo, es inferior a otros, los más poderosos impulsos instintivos. En consecuencia, no basta con percatarse de que se requiere cierto hecho benévolo, sino es más importante hacer que esta idea domine la consciencia, y esto significa disciplinar la consciencia del niño para asistirle a ganar la delantera sobre todos estos deseos conscientes e inconscientes.

Una vez más, no se trata de reducir la conciencia a una sola cosa. En su análisis del estado mental del alcohólico, James tiene razón al señalar que la victoria o derrota moral del alcohólico depende por completo de si le da el nombre correcto a su estado. Pero uno también debe preguntar de que depende ese estado, y este asunto desde luego puede ser respondido solo en el sentido que la sola apariencia de esta o aquella idea en la conciencia depende, a su vez, de los diferentes estímulos que le han precedido, y estos son por lo común poderosas fuerzas emocionales. Por lo tanto, solo podemos hablar de influencia de la conciencia cuando entendemos esto como algo conectado con el sistema nervioso, como un sistema formado solo por aquellas reacciones de las que consiste la totalidad de la conducta, aunque solo hablemos de aquellas reacciones que inhiben y regulan el resto de la conducta. En otras palabras, solo el entendimiento de la conciencia como formas preparatorias de organización de la conducta puede darnos una explicación del papel de la conciencia en asegurar la propia conducta.

De aquí siguen varias conclusiones. Puede no haber duda que la conciencia ejerce una influencia decisiva en nuestra conducta moral, aunque no hay dependencia directa que pueda ser establecida entre las dos. Por esta razón Meumann fue capaz de mostrar que el desarrollo moral y el nivel general de educación van de la mano, mientras Witheft estableció la regla que el éxito en la escuela tiene importancia fundamental para toda la existencia moral del estudiante. La pregunta tiene que ser hecha de tal modo que descubra la relación entre los sucesos de la escuela y la conducta, aunque esto no significa explicar esta relación.

Esto podemos verlo si echamos una mirada al antecedente moral del niño. Sabemos que el desarrollo intelectual puede estar asociado con la mayor inmoralidad y, en consecuencia, el desarrollo intelectual en sí y por sí difícilmente es una garantía de conducta moral. También sabemos lo contrario, que uno puede ser bendecido con una conducta moral luminosa aún cuando nuestro intelecto esté muy retrasado, que los niños retrasados pueden mostrar un corazón fuerte y comprensivo y, por lo tanto, el desarrollo mental no puede ser tomado como una condición necesaria para una moral superdotada. Sin embargo, todavía nos justificamos al decir que hay una profunda relación entre las dos y que el desarrollo mental es condición propicia para una educación moral.

Tal relación denota una vida más fina, más complejas y diversas formas de conducta y, por lo tanto, permite mayores oportunidades y posibilidades para la intervención educativa. En el niño mentalmente subdesarrollado el proceso de conducta es mucho más simple y, en consecuencia, no hay oportunidad para todos aquellos infinitos esquemas involucrados a los que el niño debe ser llevado para influir en su conducta.

Sin embargo, solo esa forma de conciencia prueba ser decisiva para la moral que está directamente asociada con la conducta y directamente realizada en la actividad, de lo contrario una conciencia correcta puede llevar a hechos incorrectos.

Todos los intentos de educación moral, al dar un sermón, deben ser vistos como bastante fútiles. La moral debe constituir una parte inseparable de la educación como un todo en sus mismas raíces, y actúa moralmente quien no se percata de que actúa moralmente. Tal como la salud, que la notamos cuando se altera, como el aire que respiramos, así el modo como nos comportamos en términos de moralidad surge en nosotros como una serie completa de preocupaciones solo cuando hay algo seriamente malo con ello. La regla de Herbart, “no enseñar demasiado”, en ningún sitio es a tal grado tan aplicable como en la educación moral.

Es por esta razón que sentimos inútil enseñar moral. Los preceptos morales, por sí y en sí mismos, serán vistos, en la mente del estudiante, como una colección de puras respuestas verbales que no tienen nada que ver con la conducta. A lo mucho, tal sistema es como un motor al que le faltan algunas piezas y está condenado a permanecer parado. Por lo tanto, a lo mucho puede causar algún conflicto entre la conducta del niño y los preceptos morales. Puede no haber duda que, por ejemplo, el esfuerzo de los pedagogos zaristas contra ciertos vicios infantiles asociados con la conducta sexual no solo dieron resultados inútiles sino, al contrario, tuvieron efectos peligrosos al crear sentimientos complejos y agonizantes en el alma del niño. El niño que no se sentía capaz de manejar sus propios deseos, que no sabía como frenarlos, sufrió por la conciencia de su propia culpa, de sus propios temores y su propia vergüenza y, como resultado, las cosas que no eran tan terribles en ellos fueron transformadas en severos choques mentales y nerviosos bajo la influencia de tal educación imprudente.

No solo la educación moral parece sin sentido y perjudicial, sino toda forma de educación moral parece atestiguar un grado de anormalidad en este ámbito. La educación moral debería ser disuelta de modo imperceptible en todos esos modos generales de conducta que puede ser establecida y regulada por el medio ambiente social. Ni el estudiante ni el maestro deberían pensar en pedir una instrucción especial en moral. Nuestro entendimiento de la conducta moral aumenta a medida que tenemos derecho a hablar no solo de conducta moral en el sentido estricto del término, sino también de una relación moral con las cosas, con uno mismo, con el propio cuerpo, etcétera.

La conducta moral siempre será aquella asociada con la elección libre de las formas sociales de conducta. Spinoza escribe que si una persona huye de algo sobre la base de que es malo, está actuando como un esclavo. Solo es libre, dice Spinoza, aquella persona que se aleja de algo porque hay algo mejor. Con esto como regla básica, William James da una técnica perfectamente rigurosa para la educación moral, sobre la base del principio que uno siempre debe proceder no de lo malo, sino de lo bueno. “Ahora mire, le ruego que haga de sus pupilas hombres libres a través de habituarlas a actuar, siempre que sea posible, bajo la noción de un bien. Deje que habitualmente digan la verdad, no tanto por mostrarles la maldad de la mentira sino para despertar su entusiasmo por el honor y la verdad... Y en las lecciones que usted puede ser obligado legalmente a llevar a cabo sobre los efectos del alcohol, hay menos presión que la de los libros en el estómago, los riñones, los nervios y las miserias sociales de un borracho, y más en las bendiciones de tener un organismo lleno de vida que tiene en su poder toda la elasticidad juvenil y el sonido de una sangre dulce, para la que los estimulantes y los narcóticos son desconocidos, y para la que el sol, el aire y el rocío de la mañana serán todos los días poderosos intoxicantes” [3].

En otras palabras, en la educación moral no deberíamos proceder del mismo modo como procedemos al pensar en las leyes del código criminal, cuando nos abstenemos de algo solo porque tememos el castigo que vendrá. En otras palabras, no convirtamos la moral en el policía interno del alma. Evitar algo por miedo no significa que se está hacienda una buena acción. En este sentido, Rousseau estaba muy equivocado cuando, al desear mantener a su héroe Emilio lejos de los asuntos peligrosos y sórdidos, lo puso como un niño en una clínica para enfermedades venéreas con la esperanza de que las úlceras, el hedor, la vergüenza y la humillación del cuerpo humano asustaran al joven. Desde el punto de vista psicológico, la castidad comprada al precio del miedo mancilla el alma peor que la pura y simple corrupción, en la medida que no destruye todos los deseos básicos de la mente del niño, y solo crea en su mente una lucha mezquina y significativa entre esos deseos y los no menos humillantes y serviles sentimientos del miedo. Solo esa castidad tiene algún valor que es adquirido por una actitud positiva hacia la acción y por la comprensión de su verdadera esencia. No hacer algo por miedo a las consecuencias es tan inmoral como hacerlo. Cada actitud no libre hacia las cosas, todo el miedo y la dependencia, denota la ausencia de cualquier sensibilidad moral. En el sentido psicológico, la moral siempre es libre.

En este sentido, la pedagogía actual está en radical contradicción con la religión y, en particular, con la moral cristiana, cuya herramienta principal ha sido la intimidación, la amenaza y cosas por el estilo. “Aquel cuya vida está basada en la palabra ‘no,’ quien dice la verdad porque una mentira es mala, y quien constantemente tiene que lidiar con sus principales tendencias envidiosas y cobardes, está en una situación inferior en todo aquello donde debería mostrar amor a la verdad y la magnanimidad que positivamente poseía desde el principio, y no sintiera tentaciones inferiores. Haber nacido un caballero es por cierto, para los fines de este mundo, algo más valioso que resistir gruñendo a los demonios nativos’, a pesar de que a los ojos de Dios el listón puede, como dicen los teólogos católicos, seguir rodando hacia los grandes almacenes del ‘mérito'” [4].

Hay tres irrefutables inconvenientes de este tipo de pedagogía. Primero está el hecho que nunca puede haber certeza del suceso. Asusta a los débiles, pero genera resistencia en los fuertes y le da un encanto especial de fuerza, audacia y desafío a la ruptura de reglas. Es muy notable, para la psicología moral, que los rebeldes y aquellos que rompen las reglas de la psicología moral siempre se reflejan en la imaginación del hombre como una luz atractiva sólo porque ellos representan la fuerza, el orgullo inquebrantable y la desobediencia a las reglas. Desde los héroes apasionados de Byron hasta el ingenio más común de la escuela, todo lo que es grosero y no se rinde ante la intimidación naturalmente atrae la simpatía del niño. En tal situación, el niño parece responder con las palabras del apóstol: “Yo veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo que es peor”.

El segundo inconveniente de esta forma de educación moral, que siempre se basa en la ausencia de libertad, es que crea un cuadro totalmente falso de los valores morales al asignar a la virtud moral un tipo de riqueza, despertando la autoestima y una actitud despectiva hacia todo lo que está mal. Todos están forzados a experimentar el tipo agonizante de conflicto moral que Andriéiev describe en su historia “Oscuridad”, tarde o temprano, y a todos les llega el tiempo de reconocer que a veces es vergonzoso ser bueno, tal como es vergonzoso ser rico cuando se combina con la terrible oscuridad del alma no iluminada. Y entonces la persona honesta y moralmente pura, que se ha dedicado con entusiasmo a consumar buenas acciones, descubre la degradación e insignificancia de su propia pureza moral cuando se enfrenta con una vulgar prostituta, y decide que si no tenemos el poder para iluminar la oscuridad con nuestras pobres linternas, entonces es mejor apagarlas y comenzar a gatear a cuatro patas en la oscuridad.

Por último, el tercer peligro es que cada descripción de las fechorías, al crear una sucesión de imágenes en la mente del niño, crea, al mismo tiempo, el impulso y la inclinación a ejecutar esas obras. Recordar que cada acto de la consciencia es una actividad naciente, y que, en consecuencia, al advertir a nuestras pupilas contra lo que no deberían hacer, estamos, al mismo tiempo, dirigiendo nuestra atención hacia esas obras y por lo tanto animándolas a hacerlo. La expresión común que la fruta prohibida es la más dulce, contiene una gran verdad psicológica y comunica algo de lo que hemos venido hablando. No hay mejor manera de animar a un niño que ha cogido un vaso de cristal a romperlo que advertirle repetidas veces que tenga cuidado. “Ten cuidado, no lo rompas”, o “vas a romperlo. Estoy seguro de ello”. Del mismo modo, no hay mejor método de animar a un niño a realizar un acto inmoral que describirlo en detalle.

Es por esto que Thorndike tiene razón al enfatizar el peligro provocado por discutir frente a los niños con detalles minuciosos y largo y tendido los motivos, métodos y oportunidades para cometer suicidio, como se hace en ciertos libros de texto franceses de moral. Hacer esto es crear en la mente del estudiante las condiciones materiales propicias que deben afianzarse en la mente del niño en algún momento futuro y guiar su conducta no más lejos del suicidio, sino más cerca. Explica Thorndike no decirle al niño “No debes abrir un gato para ver qué hay adentro”. Hacer consciencia de algún fenómeno contiene cierto impulso motor y este impulso es en especial muy fuerte en el niño. Todos sabemos qué tanto poder ejerce en la conducta del niño un libro que acaba de leer, tal como los niños que han empezado a leer a James Fenimore Cooper y “el capitán” Mayne-Reid correrán hacia América para volverse indios. En consecuencia, no hay nada más peligroso en la infancia que tal modo de enseñar moral en la que, por las consecuencias psicológicas naturales, la enseñanza de la moral se convierte en la enseñanza de lo inmoral. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que mientras el conocimiento de una buena acción está lejos de garantizar que se llevará a cabo, el conocimiento de las malas acciones siempre servirá como un estímulo.

Transgresiones morales en la infancia

Cada maestro se ve obligado a enfrentar faltas morales cometidas por los niños. Estas faltas morales pueden abarcar una escala extraordinariamente larga, desde leves e insignificantes fallas hasta ofensas serias y genuinas, en forma de asesinato, incendio provocado y así por el estilo. De modo bastante análogo, las medidas adoptadas por los maestros contra esos niños serán reprensiones verbales ligeras y simples hasta terminar en colonias penales para ofensores jóvenes, donde los niños quedan tras las rejas y sujetos a condiciones de prisión.

¿Cómo deberíamos ver esas ofensas morales de los niños desde el punto de vista psicológico? Hasta que se descubrió la verdadera naturaleza de la moral, la conducta moral parecía ser tan objetivamente necesaria como son las reglas de la lógica para el pensamiento. El adulto y el niño que han transgredido preceptos morales parecen anormales y enfermos. En tales casos, los pedagogos hablan de una deficiencia moral del niño, como si hablaran de una enfermedad en el mismo sentido que uno habla acerca de un deterioro físico o mental. Aún más, se supone que una deficiencia moral es un defecto de nacimiento atribuible a causas biológicas, a la herencia, o a causas fisiológicas de algún defecto en la estructura del organismo, como la ceguera o la sordera congénitas. Así, se dice que hay gente moral desde el nacimiento y otras no, que desde el nacimiento ya son inmorales y, por lo tanto, hay niños que por su naturaleza están condenados a estar detrás de los barrotes, porque nacieron criminales, tal como una persona ciega está condenada a nunca ver la luz, pues nació sin la vista.

No hace falta decir que, desde el punto de vista de la fisiología y la psicología tales ideas son disparates. Ningún fisiólogo ha tenido que ver jamás con cierto tipo de órganos especiales de la moral en el cuerpo humano que, si son lesionados, llevarían a tener amor absoluto por la conducta criminal y por las bromas. Ningún psicólogo al analizar las formas de la conducta humana y al explicar las leyes que gobiernan su desarrollo jamás ha tenido que confrontar la existencia de reacciones innatas que gobiernen la conducta moral o inmoral. Así, el concepto de imperfección moral no es un concepto biológico, sino social. No es innato, sino adquirido, y no surge de factores biológicos que guían el desarrollo del organismo y su conducta, sino de factores sociales que guían y adaptan esta conducta a las condiciones de existencia en el medio ambiente particular en el que debe vivir el niño.

Así, la imperfección moral siempre deriva de la experiencia y siempre denota no un defecto de las reacciones innatas e instintivas, esto es, no un defecto del organismo y de la conducta, sino un defecto de las relaciones condicionadas de adaptación a las condiciones del medio, es decir, un defecto en la educación. Por lo tanto, es más correcto hablar no de deficiencia moral de un niño, sino de su infra desarrollo o negligencia social. De aquí resulta perfectamente clara una conclusión general, una conclusión que debería servir como punto de partida para todas las preguntas relacionadas con la educación de tales niños. Estos niños no requieren pedagogos especiales, ni medidas protectoras, correctivas o punitivas, sino solo redoblar la atención social y cuadruplicar la influencia educativa desde el medio. En cada caso de faltas morales de los niños, desde las menos significativas hasta las más serias, tenemos que ver con un conflicto entre el niño y el medio, y tenemos que reconocer que cada niño es un criminal moral congénito solo por que nace con reacciones que notoriamente están desadaptadas al medio. Hasta en las familias mejor educadas no nace un niño con la habilidad lista para conducirse apropiadamente; al contrario, en absolutamente ninguna de sus acciones y hechos normales él obedece las reglas de la moral y la buena conducta, y en este sentido toda la tarea de la educación solo es ayudar al niño a adaptarse a las condiciones del medio que le rodea.

La influencia educativa del medio en que está inmerso el niño es la única herramienta para la adaptación a esas reacciones. En consecuencia, y ya que bajo las condiciones del orden moderno el medio social siempre esta organizado del modo más discordante que pueda imaginarse, por virtud de las contradicciones que contiene, de modo inevitable siempre habrá gente en la que las pautas de la conducta anti social se desarrollará solo porque ellas cayeron bajo la influencia de circunstancias desfavorables. Por lo tanto, en estas instancias debemos pensar en la re educación social como la única herramienta pedagógica para superar esos males.

Tal niño debe ser puesto en un medio que fomente, en lugar de las conductas antisociales ya establecidas en él, nuevas formas de interactuar con la gente que le adapten a las condiciones de su existencia. Una acción moralmente imperfecta es anti-social por sobre todas las cosas, y la educación moral es, sobre todo, educación social. En este sentido, la regla de la pedagogía científica es lo contrario de lo que a menudo hacen quienes rompen las reglas sociales y gubernamentales. Ahí, el destierro del entorno social es la cosa natural por hacer, mientras que aquí, en contraste, las más comunes formas de participación y de contacto social son las apropiadas. Ahí, nos preocupa poco el carácter del infractor y toda nuestra preocupación se dirige a dejarlo inofensivo y a defender al medio de su influencia. Aquí, en contraste, nuestra preocupación debe dirigirse a preservar y transformar el carácter del niño y, en consecuencia, nuestro objetivo es la más profunda reeducación del niño. Hoy, hasta las políticas punitivas del Estado han comenzado a asumir el punto de vista que el castigo debe servir al propósito de reeducar más que a intimidar y vengar. Y como en el caso de las ofensas serias, la más mínima fechoría cometida por un niño a fin de cuentas apunta siempre a un cisma, mayor o menor, en la conducta social del niño.

Por lo tanto, así como la conducta criminal en general, en los niños ésta no del todo apunta hacia un bajo desarrollo integral del individuo. Al contrario, a menudo una ofensa señala cierta fuerza, la capacidad de rebelarse, una libertad considerable y la capacidad de sentimientos poderosos, y la capacidad de desear y lograr mucho. Bajo las condiciones de la moral y la verdad burguesas, todo lo que exceda los límites del hombre promedio es desterrado para convertirse en la provincia de los criminales, de quienes tienen conciencia de su fuerza y que no pueden reconciliarse con el modo de vida establecido. Dostoyevskiy, al hablar de su novela La casa de la muerte, remarcaba que en las prisiones de trabajos forzados se podía encontrar a los más dotados, a los más fuertes ahí reunidos, excepto por que esas fuerzas habían sido corrompidas, pervertidas y empleadas para malos propósitos.

De modo similar, los delitos infantiles no solo no indican cierto tipo de defecto en la psique del niño, al contrario, están ligados a y son bastante compatibles con un talento global considerable. Los delitos morales no solo no señalan una deficiencia del niño para adquirir habilidades sociales o su incapacidad para las relaciones sociales, al contrario, a menudo tales niños muestran un grado extraordinario de engaño, astucia, ingenuidad, verdadero heroísmo y, lo más importante, la mayor devoción a su propia moral especial, como la de los ladrones callejeros o carteristas que tienen su propia moral, su propia ética profesional, su propio concepto de lo bueno y lo malo.

Muy a menudo este desbalance moral del niño salta por dos causas fundamentales. Primero, no hay un hogar, lo que constituye un hecho de gran significado social y, en su verdadero sentido, es comparable con la ausencia de toda educación social, esto es, todo lo necesario para el desarrollo de reacciones adaptativas al medio ambiente. Por otro lado, está el problema de los niños que, aunque muy dotados, no pueden hallar una salida a su energía en las pautas ordinarias de la conducta. Al contrario, en términos de moral, los niños obedientes a menudo representan un vívido ejemplo de incapacidad; solo porque tienden a sufrir de raquitismo o son anémicos o son aburridos y de mente estrecha, siguen la línea de la adaptación más fácil al entorno y, o no necesitan mucho, o a una edad muy temprana descubrieron el secreto de una vida feliz y la valoran por sobre todas las bendiciones. Las gentes con grandes pasiones, que logran grandes hazañas, que poseen fuertes sentimientos, incluso gente con grandes mentes y fuerte personalidad, rara vez destacan por ser buenos niños o niñas.

No hay un rasgo de la educación moral tradicional que atestigüe de modo tan elocuente contra este sistema como estos casos. En otras palabras, no solo en esos casos donde la educación moral no ha tenido éxito, sino mucho más a menudo en aquellos donde sí lo ha tenido, la educación moral revela su absoluta impotencia. En ninguna parte ha logrado tal degradación como donde alcanzó todo lo que deseaba. Es aquí donde reveló su verdadera naturaleza. Hemos visto que donde quiera que no tuvo éxito, testificó su absoluta impotencia al crear, en teoría, un concepto de deficiencia moral congénita y, en la práctica, al reemplazar los escritorios de la escuela por los barrotes de la prisión y la rutina escolar por condiciones de trabajo forzado, al dejar en los guardias de la prisión la responsabilidad de completar aquellos deberes que los profesores dejaron incompletos.

Pero esto sucedió también siempre que experimentó el triunfo de su propia fuerza y poder, donde cosechó un total éxito, incluso donde descubrió que era capaz de crear un niño solo fiel y prudente, uno que era pusilánime e inclinado a ser obediente y tímido. Esto sucedió solo porque todo el sistema de la educción moral estaba construido sobre principios autoritarios, esto es, con el reconocimiento de ese valor especial obligatorio de la autoridad de los padres y maestros, quienes mantuvieron las sanciones de castigos y recompensas, disuasión y felicidad. “Escucha a tus mayores y serás bueno, de otro modo serás malo”, tal es la poco elegante, aunque exacta fórmula de este tipo de pedagogía.

El valor moral más alto fue reconocido como una obediencia motivada por el miedo, mientras desde el punto de vista psicológico la obediencia misma pierde todo poder de instrucción moral, en la medida en que supone de antemano una actitud no libre y servil hacia las cosas y las acciones. Así, el mecanismo psicológico fundamental que sirvió como la base de la educación moral fue, en efecto, el engaño pedagógico más profundo imaginable.

Es muy importante notar en este aspecto que tal mecanismo ha penetrado de modo tan profundo en nuestra carne y sangre, que hasta el profesor más progresista y el padre mejor educado son incapaces de liberarse a sí mismos de esta técnica desgastada por el tiempo, y cuando la mamá dice al niño “No hagas esto porque mamá no te va a querer”, está cometiendo el mismo error, pero de manera más suave, que la policía cuando pone detrás de las rejas a un joven. Un niño puede, en efecto, abstenerse de sus malas acciones, pero la influencia moral y educativa de su abstención o será nula, o hasta puede ser negativa, en la medida que se compra al precio del miedo, al precio de la humillación, y no al precio del verdadero renacimiento del niño. Por esto es que la obediencia, para nosotros, es de valor moral despreciable y la buena conducta comprada al precio de la obediencia no es, a nuestros ojos, un ideal pedagógico.

Al mismo tiempo, el principio autoritario de la moral de donde esta autoridad debió haber emanado de un modo u otro debe ser demolido, y en su lugar algo por entero nuevo debe ser erigido. Lo más cercano a una definición de este nuevo principio que podemos dar, y que será la base de la educación moral, es verlo desde los enfoques generales de la educación, consistentes en la coordinación social de la propia conducta con la conducta del grupo, y aquí la obediencia debe ser reemplazada a través de la libre coordinación social. La regla que se origina de cada uno, del grupo, y que se dirige también al grupo entero y sostenido por el mecanismo efectivo real de la auto disciplina y la rutina de la vida diaria en la escuela, debe reemplazar a ese “sonsonete pedagógico” que prevalece entre el maestro y el estudiante del sistema autoritario.

No es la obediencia a alguien o algo, sino la libre adopción de aquellas pautas de conducta las que se dignen a estar en consonancia con toda la conducta. Este mecanismo no es algo extraño al niño, algo que se apodera de él; por el contrario, permanece dentro de la verdadera naturaleza del niño y el juego es el mecanismo natural que se desarrolla y conecta con esas habilidades. En ninguna parte está la conducta del niño tan regulada por las reglas como en el juego, y en ningún lugar asume forma tan libre y moralmente instructiva como en el juego. En el juego no hallamos pautas que algún adulto haya prescrito y que el niño solo representa.

Al contrario, los juegos son las plántulas naturales de la futura conducta moral. El niño obedece las reglas de un juego no porque sea amenazado con el castigo o, por otro lado, porque tiene miedo de fracasar en algo o de perder algo, sino porque solo el observar las reglas –que es una promesa que él renueva de un momento a otro– le concede la íntima satisfacción que viene de jugar un juego, porque ahí él actúa como parte de la empresa general que se formó a partir de un grupo en el juego. Romper una regla no representa cualquier tipo de amenaza más que el hecho de que, en ese momento, el juego no ha funcionado y que el niño ha perdido el interés en ello, y esto es un incentivo suficientemente poderoso para regular la conducta del niño.

De acuerdo con esto, queda claro cuales son los pasos a tomar por el maestro para contrarrestar las diferentes transgresiones morales que un niño puede cometer. En el sistema de la moral autoritaria cada regla moral se acompañaba de una sanción particular que castigaba al niño en el acto de desobediencia, y le premiaba cuando obedecía. Castigo y recompensa asumieron las más diversas formas, desde el castigo corporal como ser enviado a la cama sin cenar o ser encerrado en una celda, y todos los variados tipos de recompensa hasta las más finas y delicadas formas, por ejemplo, reprimendas, censuras y, en el caso de recompensas, el elogio. La utilidad pedagógica o, con más propiedad, el daño producido por esas medidas era muy variable, aunque todas servían como herramientas para producir reacciones comunes, irreflexivas y, en el mejor de los casos, solo enseñó la virtud de la obediencia, la única regla moral: evitar lo que es desagradable.

Y si pudiéramos imaginar que esta sanción fuera levantada y el niño pudiera imaginar que sus fechorías no producirían la más mínima reacción de aquellos que le rodean, él no tendría la más mínima razón para abstenerse de esos actos. La conducta moral debe basarse no en la prohibición externa, sino en una restricción interna, o de modo más apropiado, en el hecho que el hombre está de manera natural atraído por el bien y la belleza. La conducta moral debe convertirse en la verdadera naturaleza de la persona y promulgarse con libertad y sin esfuerzo.

La idea de que la propia voluntad del niño es su mejor maestro aún perdura entre los pedagogos. Existe la idea sostenida por muchos que enseña a proteger del peligro a los niños, pero les deja experimentar las consecuencias no saludables de sus propias acciones como si fuera un experimento y que aprendan por sí mismos a evitarlas. Así, cuando un niño tiene el hábito instintivo de tocar una vela encendida o un samovar caliente, es opinión de esos maestros que no se les debe impedir hacerlo. Al contrario, se les debe dar la oportunidad de quemarse, esa es la mejor escuela para el niño, esto es lo que les enseña a ser cuidadosos ante el fuego más que cualquier otra medida. En el propio mecanismo psicológico del dolor y el esfuerzo para evitarlo, los profesores han hallado una herramienta poderosa, y el ejemplo presentado es un una muestra de tal educación.

En el examen critico de este enfoque, debemos tener en cuenta que, al ser aplicado en situaciones de este tipo, en las que un efecto saludable se asocial con alguna acción, este tipo de medida educativa con dificultad podría divulgarse y asumir el status de principio general. ¿Cómo debería proceder un maestro si quiere actuar de acuerdo con esta regla y permitir al niño tener la experiencia de las consecuencias adversas de sus actos, y cómo debería proceder si las consecuencias adversas de algunos actos no se manifiestan de inmediato, sino después de un lapso prolongado, o después de muchos años? ¿No es verdad que, después de todo este tiempo, el niño podría acostumbrarse a los malos hábitos y que todo el daño que hallará en adelante no será suficiente para salvarlo? Las consecuencias dañinas de un simple cigarro pueden ser insignificantes y, en efecto, imperceptibles, pero si dejamos que el niño experimente el peligro de fumar, corremos el riesgo de fomentar en él a un fumador experimentado mucho antes de que llegue a la conclusión de renunciar a la idea de serlo.

Instancias en las que las consecuencias peligrosas están asociadas con cierta acción, tienen la probabilidad de hacer que la relación entre esta acción y sus consecuencias adversas sean difíciles e incomprensibles para el niño. Por último, hay una serie completa de actos que inducen tales consecuencias destructivas en extremo riesgosas como para creer en su influencia educativa. Si un niño tiene el deseo de saltar por la ventana, un maestro difícilmente pensaría razonable permitirle hacerlo para que aprenda en la realidad las peligrosas consecuencias que esto acarrearía. Hay un extraordinario número de tales instancias, con efectos que no solo involucran peligros físicos, sino también morales.

Así, la aplicación de este principio se limitaría a casos insignificantes del tipo arriba mostrado, pero no puede ser de valor pedagógico general y, en particular, es por completo inapropiado para la educción de la conducta moral. Carece de esa libertad de elección esencial que sola es capaz de llevar a la conducta moral. Natorp dice que no cree en absoluto que las personas sin empleo puedan convertirse en ángeles si se les da la oportunidad. Solo sabemos que se convierten en diablos cuando sienten que son oprimidos. Y en el mismo sentido, parece claro y evidente por completo que este principio del dolor no es apropiado para justificar el castigo. El niño aprende muy rápido que el castigo no está del todo relacionado con sus fechorías, sino que hay un componente adicional e intermediario expresado aquí en la intervención de los adultos, y aprende a evitar esta intervención para ocultar sus actos, decir mentiras y así sucesivamente.

Además, cada forma de castigo coloca tanto al maestro como al estudiante en las posiciones más dolorosas y difíciles. Ni el amor ni el respeto ni la confianza pueden ser preservados entre el maestro que inflige castigo y el niño castigado. Cada forma de castigo, no importa la que sea, siempre ubica al estudiante en una posición de humillación, y socaba su amor y confianza. Herbart dice al respecto que “Las amenazas son una herramienta educativa pobre; ellas tientan a los fuertes y tienen poco efecto en alejar a los débiles de las fechorías, porque no tienen el poder de combatir sus deseos negativos. Los deseos hacen picadillo el miedo al castigo”.

En otras palabras, cada forma de castigo es peligrosa desde el punto de vista psicológico y no hay lugar para el castigo en las escuelas soviéticas. La sola idea de que un niño cometa alguna fechoría siempre apunta a un defecto en el proceso educativo. Una ofensa cometida por un estudiante es, sobre todo, una ofensa cometida por la escuela, y solo la eliminación de este defecto en la organización social de la escuela misma es lo apropiado. En este sentido, el auto gobierno de la escuela y la auto disciplina de los propios niños son las mejores herramientas para la educación moral en la escuela.

Uno debe cuidar que las formas asumidas por tal autogobierno no se conviertan en una mera réplica de las pautas adultas de conducta, y que el interés en formalidades artificiales no aniquile el sentido vital de comunidad en el niño. De acuerdo con esto, organizar el medio ambiente social en la escuela no solo es asunto de crear una constitución de gobierno escolar y de convocar a los niños a las asambleas generales cada cierto tiempo, o de hacer elecciones y mantener todas esas formas de organización comunal que los niños están ansiosos de copiar de los adultos. Más bien significa preocuparse por aquellas relaciones sociales que deben permear este medio ambiente. A partir de las relaciones íntimas y amistosas comunes a los grupos sociales más pequeños, después hacia las asociaciones más amplias de camaradas y terminar con las formas más amplias y grandes de los movimientos de los niños; la escuela debe penetrar y envolver la vida del niño con una gran variedad de relaciones sociales que podrían ayudar en el desarrollo del carácter moral. En ningún otro ámbito la tesis general de la educación –que educar significa impartir una disciplina para la vida, y que en una vida conducida apropiadamente ello significa el crecimiento apropiado del niño– posee tanta validez y fuerza como aquí.

De ahí que la relación entre educación y vida, y entre escuela y orden social, deviene comprensible aún más por que esta relación debe servir como punto de partida para la pedagogía. Los problemas de la pedagogía serán resueltos por completo cuando las cuestiones del orden social hallan sido resueltas por completo. Cada intento de construir ideales educativos en una sociedad llena de contradicciones sociales es un sueño utópico, pues, como hemos visto, el medio ambiente social es el único factor educativo que puede establecer nuevas relaciones en el niño, y ya que alberga contradicciones no resueltas, esas contradicciones crearán grietas en el sistema educativo mejor pensado e inspirado.

Por lo tanto, en la presente época transicional siempre tendremos que ver con las pautas indeseables de la conducta de los niños y, antes de cualquier cosa, debemos estar preparados para contender con el complejo y difícil trabajo de la reeducación. Luego tenemos que averiguar como retener los aspectos positivos del sistema de recompensa y castigo como medidas educativas para la pedagogía soviética. Aunque la recompensa y el castigo deben ser erradicados de las escuelas soviéticas por su influencia peligrosa, sin duda una porción de sus efectos tendrá que ser retenida ya que por la naturaleza de los impulsos del niño, que tienden a ser motivaciones poderosas de sus actos, habrá que asegurar su uso en el ámbito de la educación moral. Este elemento positivo debería ser retenido y manifestarse a través de la reversión o el retorno de cada una de las acciones del niño hacia sí mismo, en la forma de las impresiones del efecto que tiene sobre quienes le rodean. Nada parecido nos empuja a actuar como la satisfacción asociada con ello.

Por esta razón William James pudo discernir un elemento positivo en el sistema de calificaciones, e incluso insistió que a los niños se les dijera sus calificaciones. Aquí es donde James descubrió la realización de aquella ley psicológica que, a través del ciclo de trabajo, nuestra propia acción vuelve a nosotros en forma de una impresión reflejada. “Así recibimos noticias sensatas de nuestra conducta y sus resultados. Escuchamos las palabras que hemos dicho, sentimos el golpe que hemos dado, o leemos en los ojos del espectador el éxito o el fracaso de nuestra conducta. Ahora esta onda de regreso se refiere a la integridad de la experiencia total. Pero a medida que nuestra deducción psicológica va, esto sugiere el afán del alumno por saber si lo que hace bien está en la línea de las funciones de su integridad normal, y nunca deberá ser defraudado excepto por razones muy bien definidas. Hay que familiarizarlos por tanto con sus marcas y su posición y perspectivas, a menos que en el caso individual se tenga alguna razón práctica especial para no hacerlo” [5].

No hemos presentado estas ideas de William James para defender los sistemas de calificaciones usados en las escuelas públicas. Al contrario, que los sistemas de calificaciones son psicológicamente inapropiados es por completo evidente por las razones presentadas arriba en nuestra discusión del castigo. Una calificación es una forma de evaluación tan ajena a todo el curso de trabajo escolar que muy pronto comienzan a dominar las preocupaciones naturales de la enseñanza, y el estudiante comienza a aprender por el hecho de evitar malas calificaciones o por el hecho de obtener buenas calificaciones. De modo similar, las calificaciones combinan todos los aspectos negativos de la alabanza y la censura. Sin embargo hay en estas palabras una gran verdad psicológica; que el niño debería conocer siempre el resultado último de sus propios actos, y que este conocimiento es una herramienta educativa poderosa en las manos del maestro.

Por lo tanto, una escuela pública no debería entenderse como un simple grupo de niños que no tienen nada que hacer uno con otro. Todos sabemos que cualquier grupo grande de niños que no tienen nada que hacer y que no comparten algún interés común hace que cada niño sienta con más intensidad su aislamiento y soledad. En ningún lugar una persona se siente tan sola como cuando está en un grupo con el que no tiene conexión o cuando vive en una moderna ciudad capitalista, donde nadie tiene algún tipo de sentimientos hacia o para entender a otra persona. Tal sistema solo es capaz de sofocar al niño y tiene un profundo efecto opresor en él. Es obvio, en la escuela soviética tenemos que preocuparnos por aquellas formas de educación pública que induzca una interacción vital entre los niños, de modo que el niño le de un valor muy alto a la satisfacción o insatisfacción de sus compañeros de clase. Con esas estructuras sociales, el medio ambiente deviene un mecanismo poderoso que siempre transmite al niño la impresión reflejada de sus propias acciones.

En un ordenado entorno social, el niño siempre pensará de sí mismo como totalmente transparente, como si se reflejara en un gran resonador, y toda esas impresiones reflejadas de sus propias acciones que él irá descubriendo todo el tiempo serán la más poderosa herramienta educativa en manos del profesor.

Así no es difícil ver que no siempre la relación del niño con su entorno tendrá en lo más mínimo el carácter idílico y propicio en el cual la educación “libre” se retrata.

Los ideales de la educación libre, esto es, la búsqueda de los actos desinhibidos del niño, produce objeciones desde dos puntos de vista. Primero, casi nunca es posible realizar en verdad la educación libre en su totalidad y, en consecuencia, siempre nos quedamos con solo un principio pedagógico que posee cierto grado de fuerza relativa dentro de límites muy estrechos. Los deseos del niño siempre van a abarcar mucho de peligroso y destructivo y, abandonado a su suerte, un niño puede causarse a sí mismo tanto daño que ningún maestro en su sano juicio se opondría a desalentarle de llevar a cabo este o aquel acto en el nombre de los principios de la educación libre.

Aún más, la completa libertad en educación significa rechazar toda previsión y toda adaptación social, en otras palabras, toda influencia educativa. Pero la educación denota una restricción y una limitación de la libertad desde el principio. A medida que la educación es un proceso inevitable en la vida del hombre, en esa medida la educación libre no denota un rechazo a las limitaciones en general, más bien significa impartir a esas limitaciones la fuerza elemental de la situación en que vive el niño. Si una persona rechaza la correcta educación, ella comienza a ser educada por la calle y por las cosas en general.

Así, la educación libre debe ser entendida exclusivamente como una educación que es tan libre como pueda dentro de las limitaciones de todo un programa educativo y dentro de las limitaciones del entorno social. Así es siempre y, de hecho, a menudo resulta que la conducta del niño está lejos de ser lo mismo que los intereses del grupo. Así el conflicto siempre surge sin forzar al niño a hacer cualquier cosa en particular, y le hará ver el valor de cambiar el modo como se comporta para estar de acuerdo con los intereses del grupo. La rutina de la escuela debería entonces organizarse de modo que el niño halle mejor seguir en la senda del grupo, tal como cuando juega; que cualquier desviación del grupo parece tan sin sentido como salir de un juego. Tal como jugar un juego, la vida demandaría un esfuerzo constante, una alegría constante en la actividad concertada.

A fin de cuentas, la teoría de la educación libre es la cara opuesta de la teoría de lo innato de la sensibilidad moral. Ambas reconocen que la intervención pedagógica es impotente e inútil para el desarrollo y crecimiento del niño, y ambas suponen que lo más importante de la respuesta moral del niño está presente desde el nacimiento. Así ambas llegan a la conclusión bastante natural que hay niños buenos y niños malos, niños que tienen moral y niños inmorales, desde que nacen y de forma natural.

Al creer que “la degradación moral es heredada”, Gaupp presentó para confirmar esta tesis el testimonio de padres que, al hablar de sus propios hijos, declaraban que “[él] no podría ser normal; él es del todo diferente de los otros niños; desde el principio no era igual que los demás niños; tenía un deseo indestructible por hacer el mal”.

Tolstoy, igualmente, supone que el niño tiene un impulso imposible de erradicar por hacer el bien. Es el mismo error hecho aquí; la fe en el carácter innato de la conducta moral y no comprender que es en su totalidad producto de la educación.

La educación no sabe de ningún “impulso indestructible de hacer el mal”; estos impulsos pueden ser orientados hacia el bien.

Notas del autor

1 William James, Talks to Teachers, p. 110.
2 Ibid., pp. 109-110.
3 Op. cit., pp. 113-114.
4 Op. cit., p. 113.
5 Op. cit., p. 32